Lectura Crítica

Hay secretos 



Espantos de agosto

Gabriel García Márquez

Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil, abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que sólo íbamos a almorzar.

-Menos mal -dijo ella- porque en esa casa espantan.

Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos del medio día, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos con la idea de conocer un fantasma de cuerpo presente.

Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo.

-El más grande -sentenció- fue Ludovico.

Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que había construido aquel castillo de su desgracia, y de quien Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos habló de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que a partir de la media noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor.

El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y el corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanzas de sus dueños sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico.

Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el último leño convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía estancado sin explicación posible en el ámbito del dormitorio.

Los días del verano son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.

Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.

Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa navegaba en el mar apacible de los inocentes. “Qué tontería -me dije-, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos”. Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y el último leño convertido en piedra, y el retrato del caballero triste que nos miraba desde tres siglos antes en el marco de oro. Pues no estábamos en la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.

FIN


Doce cuentos peregrinos, 1992
Llora, corazón, pero no te rompas
Glenn Ringtved



       En el extremo norte, en una pequeña y acogedora casa, cuatro niños vivían con su amada abuela. Una mujer amable, que los ha cuidado durante muchos años. Ahora ella tenía un visitante.
.
        No queriendo asustar a los niños, el visitante había dejado su guadaña afuera junto a la puerta. De todos modos, sabían que era la Muerte. Nels, el mayor, y su hermana, Sonia, cerraron los ojos, llenos de tristeza. Kasper, que era más joven, trató de ignorar al visitante. Pero Leah, la más joven, que siempre se metía en problemas, miraba fijamente a la Muerte.



       En la quietud, los niños podían escuchar arriba a su abuela, respirando con la aspereza que poseían las figuras de la mesa. Sabían que la Muerte había venido por ella y que el tiempo era corto.


       Como todos saben que el único amigo de la Muerte es la noche, los niños rápidamente idearon un plan. Mantendrían a la Muerte lejos de su abuela dándole café durante toda la noche. Al amanecer, no tendría más remedio que irse sin ella.

Entonces, cada vez que la Muerte vaciaba su taza, Nels preguntaba: "¿Más café, señor?" Y la Muerte asentía. A la Muerte le encantaba su café, fuerte y negro como la noche, estaba feliz de sentarse y descansar un rato.


       El tiempo pasó.
Finalmente, la muerte estaba lista. Puso su mano huesuda sobre su taza para indicar "no más".

Entonces Leah, que había estado observando a la Muerte toda la noche, extendió su brazo y le tomó la mano.
"Oh, muerte", dijo, "nuestra abuela es tan querida por nosotros, ¿por qué tiene que morir?"
Algunas personas dicen que el corazón de la Muerte es frío y negro como un trozo de carbón, pero eso no es cierto. Debajo de su capa de tinta, el corazón de la muerte es rojo como la puesta de sol más bella y late con un gran amor por la vida.


       La muerte quería ayudar a los niños a entender, así que dijo. "Me gustaría contarte una historia"
Y con una voz fuerte y dulce, comenzó a hablar.

"Érase una vez, hace tanto tiempo que solo yo puedo recordar, vivían dos hermanos. Uno se llamaba Tristeza, el otro Dolor. Lamentables y tristes, se movían de arriba a abajo en su valle sombrío. Iban lentos y con pesadez, y porque nunca levantaban la vista, nunca vieron a través de las sombras las cimas de las montañas.

       En la cima de esas montañas, vivían dos hermanas, Alegría y Deleite. Ellas eran brillantes y risueñas y sus días estaban llenos de felicidad. La única sombra en sus vidas era la sensación de que les faltaba algo. No sabían qué, pero sentían que no podían disfrutar plenamente de su felicidad ".

La muerte vio a Leah asentir y dijo: "Creo que puedes adivinar lo que pasó después".
   

       "Un día, los hermanos y las hermanas se conocieron. La Tristeza se enamoró al instante de Deleite, y ella de él. Fue lo mismo para Dolor y Alegría. Cada uno no podía vivir sin el otro".

       "Después de su doble boda y gran celebración, las dos parejas se mudaron a casas vecinas a mitad de camino de la montaña. De esta manera, la distancia a sus antiguas casas fue la misma".

"Todos vivieron hasta ser muy viejos. Cuando llegó el momento de morir, Dolor y Alegría lo hicieron el mismo día, al igual que Tristeza y Deleite. Su felicidad juntos había sido tan grande que no podían vivir el uno sin el otro"

   "Esa es una buena historia". Dijo Nels.
"Es lo mismo con la vida y la muerte".
La muerte dijo: "¿Qué sería de la vida si no hubiera muerte? ¿Quién disfrutaría del sol si nunca llueve? ¿Quién añoraría el día si no hubiera noche?”

Los niños no estaban seguros de haber entendido completamente a la Muerte, pero de alguna manera sabían que tenía razón

   Por fin, la Muerte se puso de pie. Era hora de subir las escaleras. Una línea de color gris pálido borraba la noche. Kasper quería detener a la Muerte, pero Nels lo detuvo. "No", dijo Nels. "La vida sigue adelante. Así es como debe ser".

Momentos después, los niños oyeron que la ventana de arriba se abría. Luego, con una voz entre un grito y un susurro. La Muerte dijo:

"Vuela, Alma. Vuela, vuela lejos"


   Los niños se apresuraron escaleras arriba y entraron de puntillas a la habitación de su abuela.

La abuela había muerto.

Las cortinas se movían por la suave brisa de la mañana. Mirando a los niños, la Muerte, dice en voz baja:

“Llora, corazón, pero nunca te rompas.
Deja que tus lágrimas de dolor y tristeza te ayuden a empezar una nueva vida ".

Luego se fue
  Para siempre, cada vez que los niños abran la ventana, pensarán en su abuela. Y cuando la brisa acaricie sus rostros, podrán sentir su tacto.



En los años que siguieron, los niños vivieron con alegría y tristeza. Siempre recordaron las palabras de la Muerte y sentían un gran consuelo en sus corazones que en ocasiones dolían y lloraban…

Pero nunca se rompía 

El gigante egoísta 

 Óscar Wilde 

Todas las tardes, al salir de la escuela, los niños jugaban en el jardín de un gran castillo deshabitado. Se revolcaban por la hierba, se escondían tras los arbustos repletos de flores y trepaban a los árboles que cobijaban a muchos pájaros cantores. Allí eran muy felices.
Una tarde, estaban jugando al escondite cuando oyeron una voz muy fuerte.
-¿Qué hacéis en mi jardín?





El gigante egoísta
El gigante egoísta
Luego, tristes, se alejaban para ir a jugar a un camino polvoriento. Cuando llegó el invierno, la nieve cubrió el suelo con una espesa capa blanca y la escarcha pintó de plata los árboles. El viento del norte silbaba alrededor del castillo del gigante y el granizo golpeaba los cristales.
El gigante egoísta
El gigante egoísta
El gigante egoísta
El gigante egoísta
El gigante egoísta
El gigante egoísta

Temblando de miedo, los niños espiaban desde sus escondites, desde donde vieron a un gigante muy enfadado. Había decidido volver a casa después de vivir con su amigo el ogro durante siete años.
-He vuelto a mi castillo para tener un poco de paz y de tranquilidad -dijo con voz de trueno-. No quiero oír a niños revoltosos. ¡Fuera de mi jardín! ¡Y que no se os ocurra volver!
Los niños huyeron lo más rápido que pudieron.
-Este jardín es mío y de nadie más -mascullaba el gigante-. Me aseguraré de que nadie más lo use.
Muy pronto lo tuvo rodeado de un muro muy alto lleno de pinchos.
En la gran puerta de hierro que daba entrada al jardín el gigante colgó un cartel que decía «PROPIEDAD PRIVADA. Prohibido el paso». . Todos los días los niños asomaban su rostro por entre las rejas de la verja para contemplar el jardín que tanto echaban de menos.
-¡Cómo deseo que llegue la primavera! -suspiró acurrucado junto al fuego.
Por fin, la primavera llegó. La nieve y la escarcha desaparecieron y las flores tiñeron de colores la tierra. Los árboles se llenaron de brotes y los pájaros esparcieron sus canciones por los campos, excepto en el jardín del gigante. Allí la nieve y la escarcha seguían helando las ramas desnudas de los árboles.
-La primavera no ha querido venir a mi jardín -se lamentaba una y otra vez el gigante- Mi jardín es un desierto, triste y frío.
Una mañana, el gigante se quedó en cama, triste y abatido. Con sorpresa oyó el canto de un mirlo. Corrió a la ventana y se llenó de alegría. La nieve y la escarcha se habían ido, y todos los árboles aparecían llenos de flores.
En cada árbol se hallaba subido un niño. Habían entrado al jardín por un agujero del muro y la primavera los había seguido. Un solo niño no había conseguido subir a ningún árbol y lloraba amargamente porque era demasiado pequeño y no llegaba ni siquiera a la rama más baja del árbol más pequeño.
El gigante sintió compasión por el niño.
-¡Qué egoísta he sido! Ahora comprendo por qué la primavera no quería venir a mi jardín. Derribaré el muro y lo convertiré en un parque para disfrute de los niños. Pero antes debo ayudar a ese pequeño a subir al árbol.
El gigante bajó las escaleras y entró en su jardín, pero cuando los niños lo vieron se asustaron tanto que volvieron a escaparse. Sólo quedó el pequeño, que tenía los ojos llenos de lágrimas y no pudo ver acercarse al gigante. Mientras el invierno volvía al jardín, el gigante tomó al niño en brazos.
-No llores -murmuró con dulzura, colocando al pequeño en el árbol más próximo.
De inmediato el árbol se llenó de flores, el niño rodeó con sus brazos el cuello del gigante y lo besó.
Cuando los demás niños comprobaron que el gigante se había vuelto bueno y amable, regresaron corriendo al jardín por el agujero del muro y la primavera entró con ellos. El gigante reía feliz y tomaba parte en sus juegos, que sólo interrumpía para ir derribando el muro con un mazo. Al atardecer, se dio cuenta de que hacía rato que no veía al pequeño.
-¿Dónde está vuestro amiguito? -preguntó ansioso.
Pero los niños no lo sabían. Todos los días, al salir de la escuela, los niños iban a jugar al hermoso jardín del gigante. Y todos los días el gigante les hacía la misma pregunta: -¿Ha venido hoy el pequeño? También todos los días, recibía la misma respuesta:
-No sabemos dónde encontrarlo. La única vez que lo vimos fue el día en que derribaste el muro.
El gigante se sentía muy triste, porque quería mucho al pequeño. Sólo lo alegraba el ver jugar a los demás niños.
Los años pasaron y el gigante se hizo viejo. Llegó un momento en que ya no pudo jugar con los niños.
Una mañana de invierno estaba asomado a la ventana de su dormitorio, cuando de pronto vio un árbol precioso en un rincón del jardín. Las ramas doradas estaban cubiertas de delicadas flores blancas y de frutos plateados, y debajo del árbol se hallaba el pequeño.
-¡Por fin ha vuelto! -exclamó el gigante, lleno de alegría.
Olvidándose de que tenía las piernas muy débiles, corrió escaleras abajo y atravesó el jardín. Pero al llegar junto al pequeño enrojeció de cólera.
-¿Quién te ha hecho daño? ¡Tienes señales de clavos en las manos y en los pies! Por muy viejo y débil que esté, mataré a las personas que te hayan hecho esto.
Entonces el niño sonrió dulcemente y le dijo:
-Calma. No te enfades y ven conmigo.
-¿Quién eres? -susurró el gigante, cayendo de rodillas.
-Hace mucho tiempo me dejaste Jugar en tu jardín -respondió el niño-. Ahora quiero que vengas a jugar al mío, que se llama Paraíso.
Esa tarde, cuando los niños entraron en el jardín para jugar con la nieve, encontraron al gigante muerto, pacificamente recostado en un árbol, todo cubierto de llores blancas.
Momentos de la lectura 
Promover la lectura es una actividad de mucha importancia en la formación integral de nuestros estudiantes y este espacio es pertinente para hablar del proceso lector y cómo desarrollarlo en casa
Para cumplir con este propósito explicaremos los tres momentos de la lectura que se plantean a continuación:
 Antes de la lectura
  • ¿Para qué voy a leer? Establece el propósito de la lectura
  • ¿Qué sé de este texto? Considera los conocimientos previos del lector
  • ¿De qué trata este texto? Anticipa el tema o lo infiere a partir del título pero, ojo, todavía no se lee el texto.
  • ¿Qué me dice su estructura? Analiza la composición de su estructura, su extensión, escritura.
Durante la lectura
  • Formular hipótesis y realizar predicciones sobre el texto
  • Formular preguntas sobre lo leído
  • Aclarar posibles dudas acerca del texto
  • Releer partes confusas
  • Consultar el diccionario
  • Pensar en voz alta para asegurar la comprensión
  • Crear imágenes mentales para visualizar descripciones vagas
 Después de la lectura
  • Hacer resúmenes
  • Formular y responder preguntas
  • Utilizar organizadores gráficos


La liebre y la tortuga

“Un día una liebre orgullosa y veloz, vio como una tortuga caminaba por el camino y se le acercó. La liebre empezó a burlarse de la lentitud del otro animal y de la longitud de sus patas. Sin embargo, la tortuga le respondió que estaba segura de que a pesar de la gran velocidad de la liebre era capaz de ganarla en una carrera.
La liebre, segura de su victoria y considerando el reto imposible de perder, aceptó. Ambos pidieron a la zorra que señalara la meta, a lo que esta aceptó, al igual que al cuervo para que hiciera de juez.
Al llegar el día de la competición, al empezar la carrera la liebre y la tortuga salieron al mismo tiempo. La tortuga avanzaba sin detenerse, pero lentamente.
La liebre era muy veloz, y viendo que sacaba una gran ventaja a la tortuga decidió ir parándose y descansando de vez en cuando. Pero en una de las ocasiones la liebre se quedó dormida. La tortuga, poco a poco, siguió avanzando.
Cuando la liebre despertó, se encontró con que la tortuga estaba a punto de cruzar la meta. Aunque echó a correr fue demasiado tarde y finalmente la tortuga ganó la carrera".
Esta fábula nos enseña que el trabajo duro, la perseverancia, la constancia y el esfuerzo nos llevarán a nuestras metas, aunque sea poco a poco, si no nos rendimos. También nos permite ver cómo la arrogancia, la falta de constancia y el exceso de seguridad en uno mismo nos puede llevar a perder oportunidades y a no alcanzar nuestras metas.

Esopo

Instrucciones para subir una escalera 

Julio Cortázar 

 “Historias de cronopios y famas” 

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se situó un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso. Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie). Llegando en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.



Leer sirve para...

La idea que da vueltas

Gabriel García Márquez

Les voy a contar, por ejemplo, la idea que me está dando vueltas en la cabeza hace ya varios años y sospecho que la tengo ya bastante redonda. Imagínese un pueblo muy pequeño, donde hay una señora vieja que tiene dos hijos: uno de 17 y una hija menor de 14.

Está sirviéndole el desayuno a sus hijos y se le advierte una expresión muy preocupada. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella responde: “No sé, he amanecido con el presentimiento que algo grave va a suceder en este pueblo”. Ellos se reían de ella, dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan.

El hijo se va a jugar billar y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el adversario le dice: “Te apuesto un peso a que no la haces?” Todos se ríen. Él se ríe, tira la carambola y no la hace. Pagó un peso y le preguntan: “Pero qué pasó si era una carambola muy sencilla”. Dice: “Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que dijo mi mamá esta mañana sobre algo grave que va a suceder en este pueblo”. Todos se ríen de él y el que se ha ganado un peso regresa a su casa, donde está su mamá.

Con su peso, feliz, dice: “Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla, porque es un tonto”. “¿Y por qué es un tonto?” –Dice: “Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado por la preocupación de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo”. Entonces le dice la mama: “No te burles de los presentimientos de los viejos, porque a veces salen”. Una pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero. “Véndame una libra de carne”. En el momento en que está cortando agrega: “Mejor véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado”. El carnicero despacha la carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne le dice: “Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar y se está preparando, y andan comprando cosas”. Entonces la vieja responde: “Tengo varios hijos, mejor deme cuatro libras”. Se lleva las cuatro libras y, para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende todo y se va expandiendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo en el pueblo está esperando que pase algo, se paralizan las actividades y, de pronto, a las dos de la tarde hace calor como siempre. Alguien dice: “¿Se han dado cuenta del calor que está haciendo?” “Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor. Tanto que es un pueblo donde todos los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol, se les caía a pedazos”. “Sin embargo, dice uno —nunca a esta hora ha hecho tanto calor”. “Pero si a las dos de la tarde es cuando más calor hay”. “Sí, pero no tanto calor como ahora”. Al pueblo desierto, a la plaza desierta baja de pronto un pajarito y se corre la voz: “Hay un pajarito en la plaza”. Y viene todo el mundo espantado a ver el pajarito. Pero, señores, siempre han andado pajaritos que bajan: “Sí, pero nunca a esta hora”. Llega un momento de tal tensión para todos los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo. “Yo sí soy muy macho —grita uno— yo me voy”.

Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dice: “Si éste se atreve a irse, pues nosotros también nos vamos”.

Y empiezan a desmantelar, literalmente, al pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo. Y uno de los últimos que abandona el pueblo dice: “Que no venga la desgracia a caer sobre todo lo que queda en nuestra casa”, y entonces incendia la casa y otros incendian otras casas. Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en éxodo de guerra, y, en medio de ellos, va la señora que tuvo el presagio exclamando: “Yo lo dije que algo grave iba a pasar, y... me dijeron que estaba loca”.

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